Resignación realista y optimismo

Habría que ver, quizás, por qué la literatura apegada a una suerte de resignación realista, parece tener adeptos tan vehementes en su defensa. No me refiero a lo que pudiera ser la literatura realista, que pretende desfondar un optimismo utópico y al final cruel con uno mismo -cuando se tienen que pagar, cosa que hacemos, los peajes de tal ilusión-, sino a la literatura de alguien como Philiph Roth. Sin querer establecer un juicio categórico acerca de este último, porque he leído algunos libros de él solamente (y con eso creo de momento me basta), sí me parece que este tipo de literatura de hombres geniales en decadencia absoluta, incomprendidos por el resto de los mortales, y abstraídos por una especie de amor intelectual o sagrado hacia su arte, cuenta con un gran beneplácito por parte del lector medio, lo que sea eso.

Atada como está, este tipo de literatura, a una suerte de principio de realidad inexpugnable, me parece que goza de la comprensión en la mirada con que el lector reconoce la miseria de (¿su?) vida. Aceptar la dureza de ciertas existencias, o que estas iban o van en serio, como clamaba tan bellamente Gil de Biedma, no es lo mismo que regodearse en el barro, regodeo que se produce junto con la salvación de uno mismo. Roth, bello y genial, canta la condena de todos los demás, desde un púlpito que se eleva del cenagal, blanco y apostólico. Hay que recordar lo que decía de Bolaño, que no sabía si era literatura, cosa que le preguntaba a otro ser apostólico (por razones del personaje) como puede ser Vargas Llosa. Bolaño, pese a saber que la derrota le sobrevendría, en su agonía, presentó batalla, no se congració con la genial derrota, tan humana, sí, pero con peajes también caros, sobre todo si se admite de antemano como punto de partida.

Sus lectores, reconociendo su propia vida y tomando la parte (lo que Roth narra) por el todo (la miseria y complejidad de la propia existencia), se sienten por fin comorendidos y, presiento, también agraciados. Por fin alguien me entiende, por fin mi desgracia tiene algún bardo que la cante. Esto es lo que yo he sentido. El principio de realidad asesinando cualquier atisbo de placer, salvo el sórdido. Me gusta imaginar que al fin y al cabo fue la comunidad judía la que impuso otra forma de trascendencia rara a aquel que encontró en ella un motivo contra el que escribir. Sea como fuere, creo que expresar la literalidad de la miseria, atando esta última a algo tan abstracto y múltiple como la vida en sí (la mía, la tuya, la suya, la de todos, la de ninguno de los que estamos aquí, en el cenagal), no da ningún privilegio a quien lo enuncia. Más bien se trata de otra visión más que agudiza la multiplicidad de opiniones, cuerpos y deseos. Sí, lo que uno canta, me parece cada vez más que es lo que uno desea en el fondo. Zuckerman deseando su derrota, masturbándose pensando en ella, al mismo tiempo que ahonda en la ausencia del cuerpo amado.

Por lo tanto, mostrar cierto optimismo, o prestar batalla contra la decadencia, cada uno en su mínima existencia, no tiene por qué significar caer en los reinos de Disney, o tener una malformación en la mirada.

Más bien, me parece enternecedora la actitud de esos lectores geniales de Roth, que toman sus ficciones con literalidad absoluta (y se las creen como si fuera esa su vida), me parece enternecedora, digo, la actitud y la mirada que lanzan hacia la niña que pretende hablar, con ingenuidad e inocencia encantadoras, de cómo ella ve lo que le rodea. La verdadera violencia, aquella que habría que salvar y de la cual únicamente se puede esperar que el mundo cambie y sea aún más bello y cercano, es la de la niña, no la del que se masturba en la ciénaga y pretende decirnos a los demás los cánones de lo expresable y de lo vivible, que son al fin y al cabo los de su propia genialidad y su miseria. Todos pasamos por ahí, pero hay que esperar que encontremos delirios como los de Silvia Pérez Cruz que nos devuelvan a la luz.

El agua tranquila

No lo consiguieron, Federico,
Tu agua verde desborda aún la acequia. 
Manantial de pupilas oscuras,
La muerte te mira
Como un insecto pasmado. 

Castañuelas de musgo
Quieren que sean sus botas azules. 
Verde tacto en tus manos, verde
Canción de fuente mora,
De espejo tranquilo sin saltos de agua. 

Chorros de pisadas,
Infarto de fusil embarrado en la cuneta. 
La muerte vino, fuiste tú a su encuentro,
Pero nunca pudo deshacerte. 

No quedan tus heridas solo, Federico, 
Sino un aljibe de ojos blancos,
Magnolias que estallan
Entre escombros de hojas cualesquiera.

Epifanías

Laberinto de epifanías
en las que se espera al minotauro.
Sus calles por las que no pasa nadie
aguardan un sereno que las despabile.
Teseo anduvo ayer por aquí:
señalando con tiza un hilo
que habrás de seguir si quieres
recuperar las rimas,
el tamiz.

Sin saber si estás presente
o ausente. Sin conocer tu nombre,
ni tus apellidos, apenas te muestras
como un señuelo escurrido.

Llegarás, como tus ancestros,
a acariciar una ciega caracola
de la que nacen sonidos
que todos llaman palabras.

Escucharás el sonido del mar,
o mejor dicho, el ronroneo del océano
ventilar las oquedades de tu garganta.
Te llamarán pescador, como tu padre,
mas no te importará.

¿Acaso miraste alguna vez
las pálidas líneas de tus manos?
¿Acaso creíste que te llevarían
hacia algún claro en el bosque?

Duermes en la luz preclara de la mañana,
sesteas en el horizonte de la tarde.
Te vistes con el atardecer
que estaba ya cuando llegaste,
mas te darás cuenta que tan sólo estarás tú
cuando la noche parezca mover las olas en tu nombre
y te pida un nuevo eco en tu oreja de caracola.

Oporto, 2017


I
Te puedes sentar en los bancos inexistentes
del barrio de Ribeira y contar gaviotas.
Deshojarlas con la mirada
hasta que queden imberbes,
y aprender que el pescado va primero a Matosinhos,
donde florecen las parrillas a eso de las ocho.


En Oporto he visto
cómo el sol, en la misma Rua das flores
distingue las joyas de las plantas
y cómo del brillo que aquel les da
depende el futuro de la semilla y del mineral.


Las dos murallas caminan
En tiempos dispares,
Al igual que ahí la luz
parte a alumbrar
la mica: pasos de sol que,
como el granito,
se endurecen al contactar con las raíces.


II
Si cruzas el puente podrás salir de la ciudad
y observar la isla
y adentrarte por callejuelas adornadas de bodegas.
En ellas se hacen las cubas en las que envejece el vino
Que luego darán gusto al whisky
Y más tarde al ron.


¿No has aprendido que los nuevos
Sabores y olores nacen
De la perversión del odre?
A Oporto habría que volver, antes de que la ciudad
se derrumbe y el río se la trague entera
y sólo queden las grúas,
como jaulas
sin pájaros que vestir.


La decadencia es una pausa al hablar, una forma de andar
acompasada con el oleaje que se oye, pero no se ve.
Sería una lástima volver a Oporto
con la ciudad ya acabada
y las casas de Ribeira luciendo colores almibarados.
No verla caerse y agotar sus cicatrices…
No ver en ella el síntoma de cada ciudad
gritar una extinción para que las ruinas permanezcan.

POESÍA Y PODER

del colectivo Alicia Bajo Cero

Libros de Alicia Bajo Cero. Biografía y bibliografía - txalaparta.eus

Entre los calores de Valencia ha ido rondando una potente visión de la poesía española de los últimos años. Sospecho que los análisis de Alicia Bajo Cero bien podrían aplicarse a una parte de la poesía contemporánea, y sí, digo que «sospecho que una parte» pues desconozco el trasunto «total» de la poesía contemporánea. Procuro indagar en la que me interesa, y en ella, a partir de ahora, estará este libro.

Es minucioso el análisis mordaz que el colectivo le dedica a toda esa poesía de la experiencia, concentradas en personalidades como Luis García Montero, Jon Juaristi y otros muchos que van apareciendo arracimados entre las páginas de este libro. Dicha poesía de la experiencia (¿acaso, como dicen los autores y se oye por todos lados, podríamos hacer otra poesía que no proviniese de la experiencia?) nace al calor de La Otra Sentimentalidad, en la que algunos autores (como el propio Montero) repiten, la cual se fraguó en torno a los análisis de Juan Carlos Rodríguez, aunque luego sus importantes reflexiones en torno a la ideología althusseriana y a otras herramientas para conceder un objetivo a las nuevas poéticas se fueran diluyendo como un azucarillo en el café de la mañana.

Crear un poema es crear un mundo. El mundo que tenemos no basta, no ha de bastarnos. Es ese quizás el presupuesto del que parte este libro, en el que van aflorando reflexiones en torno a las sociedades de poder de Foucault y que no son otras que en las que vivimos, lo queramos o no. Frente a la desidia de la poesía de la experiencia, Alicia Bajo Cero, el colectivo de escritores valencianos, despojados de nombre y, por tanto, de algo más difícil: despojados de un personaje (como el del propio García Montero, Juaristi o Sabina), apuesta por la poética como una capacidad de crear un mundo «a la contra», es decir, desde la crítica. Esa crítica, bien documentada y muy pulcramente analizada, de la poesía de la experiencia no parte de que habría en ella una banalización del quehacer poético y su lenguaje (lo cual nos haría ponernos bastante pedantes, muy alejados de lo que propone Poesía y Poder), sino por un conformismo con el status quo liberal preponderante. Los proyectos que Alicia Bajo Cero han enhebrado han sido desde acercar la poesía a los inmigrantes, como realizar un libro conjunto con las madres de la plaza de mayo u otros colectivos.

La pregunta que me arroja el libro, y que contesta, es que una sublimación del arte poético (o del arte a secas), la cual supondría alejarla de «la gente normal», de su lenguaje, de sus caprichos, sería lo mismo que una banalización del mismo que suponga escribir un poema a la tostada de aceite con tomate que me tomo por las mañanas. Es más: quizás la sublimación, como ya hemos visto con las vanguardias, suponga una rotura con respecto al mundo en el que vivimos y, por tanto, la creación de más mundo, que el poema de la tostada no tiene. Es justo lo contrario de lo que la gente cree: no se trata de escribir poesía para dejar las cosas como están, sino para hacer sentir de otro modo a la gente, para otorgar una experiencia y, según Alicia Bajo Cero, si es crítica, pues doblemente productiva.

Poetas de ahora ¿qué cantan?

Así que pasen treinta años.... Historia interna de la poesía española  contemporánea (1950-2017) - Akal

Sin duda que el esfuerzo de Remedios Sánchez por aclarar, a vista de pájaro, el estado de la poesía española en los últimos años (desde los 50 más o menos, aunque hay referencias a poéticas anteriores) se agradece y sacia mucha de la curiosidad que tenía al respecto. El estado de la cuestión poética, o de las poéticas, queda reflejado mediante análisis que inyectan ganas de leer poesía.

Habría que distinguir dos o tres partes en el libro, quizás a caballo entre dos maneras de entender la poesía. Una primera parte en la que las generaciones (y promociones) van confrontándose, unas más beligerantes que otras, para adquirir un protagonismo pleno en el panorama poético de cada momento. Hay que añadir que las generaciones no mueren cada treinta años definitivamente, sino que -y esto es uno de los leit motiv del libro- muchas de ellas conviven, y lo hacen ahora mismo, en el mismo tiempo, aunque tal vez en diferentes espacios. Hay, en este primer periodo, un anhelo por encuadrar las poéticas de autores dentro de los paisajes comunes que podrían dar lugar a la ruptura que conlleva toda generación con sus precedentes. También hay casos como el de Riechmann, que suponen una revitalización personalísima en cada libro, o autores que me parecen renovadores totales de la poesía del XX y XXI como Enrique Falcón. También gay experimentos de marketing (caso de los novísimos), más que un fiel reflejo de la manera de entender la poesía de un grupo de autores. En esta primera parte, es reflejo de algo más subterráneo el conflicto entre la poética de la experiencia y las poéticas del silencio, quizás algo que se ha reproducido a lo largo de todos los tiempos, y que, a groso modo, supone un enfrentamiento entre una poesía más apegada al lenguaje común y otra poesía más cercana al estallido de la palabra y al silencio, que indaga sobre los límites del lenguaje.

En la segunda parte del libro encontramos algo muy interesante: un acercamiento a las poéticas actuales, la poesía ante la incertidumbre y la poesía del fragmento, ambas herederas de cuitas anteriores. Sin embargo, es muy interesante la parte final, en la que se nos acerca a la posible valoración de las poéticas actuales de autores millenials, centradas en la diseminación de su poesía a través de redes sociales, blogs, revistas de internet, etc., que podrían suponer una pérdida de calidad, pero también suponen una ganancia democrática en el acceso de los lectores a sus poemas. Es más que interesante que Remedios Sánchez contrapone esta tendencia a otra no menos perniciosa: la de creerse que son los críticos, a menudo alejados del lector común, quienes sientan las bases del canon. Habría que llegar a un término medio, quizás, y sin duda que hay esfuerzos actuales dirigidos a ellos, destronando la crítica de suplemento y, al mismo tiempo, ver lo pernicioso que pueda ser llamar poesía a un reduccionismo del lenguaje poético a lenguaje común (habría muchos matices yameras de usar un lenguaje duro o sucio o simplemente coloquial e inofensivo). Es decir, que es verdad, como afirma la autora, que todos (o casi todos) escriben para ser leídos, ahora bien, ello tampoco nos debe hacer pensar que «hay que ser leído a costa de lo que sea», así como que es pernicioso tratar al lector como un cliente que siempre tiene razón.

Faltaría, para tener una visión completa, una reflexión sobre si los millenials que leen a Marwan y toda la tropa en su adolescencia, algún día acaban por inDagar en otra poesía más exigente. Ya supongo que esto nos tocará verlo en un futuro, así como tengo la certeza de que es una postura muy maniquea la que planteo, puesto que Valente y Marwan seguramente no se hablarían por más que coincidieran en un ascensor un dia tras otro. Hay otras poesías actuales que exigen más del lector y que no lo tratan como cliente o consumista devoto de sentimientos prefabricados dentro de una moda. Esas otras poéticas son las que me resultan más interesantes, aunque sean menos populares.

Quizás deberíamos tener la seguridad de que todo buen libro exige algo al lector, así como que el aprendizaje, en circunstancias actuales, es lo más democrático que hay, sin que ello nos haga pensar que vaya a ser fácil conseguirlo sin una predisposición a que el sentido del poema, de la obra literaria, se nos aparezca. Puedes aprender, tienes herramientas para ello, pero tendrás que esforzarte. Lo contrario es engañar al lector o tratarle como eterno adolescente.

Viajar al oeste

«A lo lejos», de Hernán Díaz. Impedimenta

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La historia empieza con una huída, con un viaje desde Suecia a Estados Unidos, pero también empieza con una pérdida. El protagonista comienza perdiendo al hermano y acaba haciendo el viaje solo para después extraviarse a lo largo y ancho del país. No es un western, sino más bien un anti western, con las claves del género trastocadas: el héroe no mata por justicia (o si lo hace, todo se embarulla en las palabras de la gente), no tiene unos valores que le concilian -a pesar de su taciturnidad- con un estrato de la sociedad, no se siente cómodo en la comunidad a la que ha de entregarse, no hay grandes duelos, ni un fuerte peso de la justicia o del bien frente al mal, etc… Mas bien el héroe quiere protagonizar una aventura, pero una aventura interna, de aislamiento y entrega a los pocos amigos con los que se va encontrando. Serán quienes le cuidan, quienes le han enseñado algo, aunque sea cómo aprovechar lo más minúsculo del reino animal o vegetal, a quienes él se entregará con devoción.

El paisaje juega un papel determinante. Empezamos en el mar, seguimos por el desierto y acabamos en las llanuras heladas de Alaska. Todo inmensidad, eternidad, vacío. Lugares en los que construirse, ya que no permiten asociarse con ellos y entregarse a ellos. Sobrevivir era eso, en estado puro: saber aprovechar las mínimas dádivas que estos lugares inhóspitos pueden entregar, casi en un ejercicio de inconsciencia más bien que en una muestra de generosidad por parte de la propia naturaleza. Es en ese vacío (del hermano, de la tierra, del paisaje, de oficio…) en el que se construye el desarraigo, pero no un desarraigo culpable, sino elegido (e inevitable, puesto que tampoco nunca perteneció a Suecia). El hermano desaparecerá, los árboles también, y lo único que queda, pendiendo de un presente que por fin mirará al futuro, será él y el señuelo de la patria olvidada. Todo ello en el meollo de un país al que tampoco pertenece, en parte por su inercia hacia la despersonalización y por otra parte porque está abocado al cliché. Es eso lo que ven muchos en Hakan: el cliché. Sólo quienes le miran y comprenden en su mirada a una persona más en medio de la fiebre del oro (que no es otra cosa que la fiebre de la imagen), saben que él no, que él nunca pudo matar a toda esa gente.

La vida o eso que pasa calladamente

Raymond Carver. Cuentos

Todos los cuentos: 6 (Compendium): Amazon.es: Carver, Raymond, Zulaika  Goicoechea, Jesús: Libros

Acabo de leer «¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?», de Raymond Carver y, a medida que iba leyendo un cuento tras otro, me asaltaba la idea de que el realismo sucio que ahí chapotea no es sino la vida de personas corrientes en situaciones normales. La vida, calladamente, es lo que pasa en ese conjunto de relatos.
El texto no remite a sí mismo, ni a una textualidad erudita propio de la Deconstrucción, sino que omite toda textualidad para dejar hablar a la vida de personas (no me gusta la concepción de antihéroes) excepcionalmente triviales. Sus vidas son anecdóticas; aquello que les sucede, podría pasrnos a cualquiera de nosotros, pero más allá de que el lector pueda reconocerse en ellas, es la vida la que habla, con sus nimiedades y aporías cotidianas, con sus desgracias y pequeñas alegrías, con, en fin, su normalidad. No hay que olvidar que «normal» viene de «nomos», que no deja de significar otra cosa que «costumbre», y es que eso es justamente lo que Carver pone sobre el tapete: lo que sucede cualquier día en cualquier sitio.
Esto hace que la libertad del lector sea total. Carver no interpreta, no moraliza, no categoriza, sino que simplemente describe situaciones, y es el lector el que interpreta, valora, etc. Todo muy alejado de la máxima derridiana según la cual, como decíamos antes, un texto remite a otro y este a otro más, haciendo de la textualidad un marco presente incluso cuando se pretende hablar de ella misma. Todo bastante más elucubrado que ese realismo sucio que se inmiscuye en este conjunto de relatos.
Lo que pasa es que el escritor derridiano ya está atrapado en su propia textualidad, mientras que en Carver es la vida la que sucede, calladamente. Parecería que el título del libro es una máxima que Carver impone a la vida: «cállate, porque sólo así puedo hacerte hablar»

Geología de un libro

Los estratos. Juan Cárdenas

Estratos - Pez Papaya

Con «Los Estratos», de Juan Cárdenas, sucede que la literatura se adentra por diferentes territorios, y esta palabra no está cogida al azar, puesto que el relato es, entre otras cosas, una sucesión de espacios: la ciudad, descampados, calles atestadas de la música que sale de unas cuantas discotecas, la selva, al fin la selva… Es en esta última donde el libro recupera el simbolismo que desde la mitad del mismo nos invita a jugar; lo recupera dándole sentido, admitiendo que quizás lo único que tenga de relevante la buena literatura es dar un sentido a aquello que sucede, aunque este no sea definitivo ni el último (ni, por descontado, el primero tampoco)

La trama no es sino la búsqueda por parte de un empresario (que se está arruinando) de la nana que le cuidaba. Sólo ella puede darle un sentido a su desgracia, o al menos recuperar lo que su vida tenía antes de ser desgraciada. Quizás, diciéndole qué quería decir con el cuento del diablo que le narraba de pequeño.

La historia me recuerda a «Los detectives salvajes», de Roberto Bolaño, aunque con muchas salvedades en lo formal. Sin embargo, el simbolismo, la búsqueda de la nana (en Bolaño, antes de que fuera de culto, era la búsqueda de una escritora que, quiero recordar, no había escrito nada, pero de la que todos los entrevistados a lo largo de la novela daban buena cuenta), ese realismo mágico cubierto de fango, el juego permanente que se plantea al lector, todos esos matices, me recuerdan mucho a Bolaño.

En el libro conversan varios lenguajes, todos ellos sin la cáscara de lo formal o de algún tipo de cultismos. Los lenguajes se cruzan, y no sólo porque se crucen los personajes, como se cruzan las fallas dando forma a la geografía que transitamos, sino que el lenguaje está cargado de oralidad. Los cuentos, como el que le contaba la nana al personaje, están hechos para ser contados con la voz. En el libro esa oralidad es aplastante, aunque no unívoca, sino heterogénea y cargada, quizás, no de un único sentido, sino de varios.

Cuento infantil en Moria

 Agota Kristof

Claus y Lucas. Primera parte: El gran cuaderno

Libros del Asteroide

Claus y Lucas, Agota Kristof (enero 2020 bis) - ¡¡Ábrete libro!! - Foro  sobre libros y autores

Esta podría ser otra historia de un par de niños que resultan ser unas bestias, una historia derramada por apenas doscientas páginas. Unas bestias que colaboran con la imperturbable, sucia y dura abuela que les confiesa una y otra vez que son lo peor que le ha pasado en la vida, después de dar a luz a su hija. Los dos niños son los nietos, obviamente, hijos de una madre que no tiene con qué alimentarlos y que ha decidido quedarse en la ciudad y entregárselos a la abuela, quien tiene al menos una viña y recursos escasos aunque suficientes. 

El único lugar en el que figura el nombre de los niños es el título de la novela. A través de la historia ellos no tienen nombre. Incluso andan confundiéndose uno con el otro, sin saber el lector cuál de los dos es el narrador. A menudo parecen ser ambos los que escriben en este gran cuaderno. Los niños sin nombre se dedican a aprender, lejos de cualquier sonata educativa mínimamente edificante, es decir, que aprenden a soportar la pobreza, la muerte, el hambre y, en definitiva, todo lo que conlleva la guerra. A menudo, en este ambiente concretado por un pueblo de frontera desde el que la guerra se huele a solo unos kilómetros, ellos dedican sus cuerpos a extremos ejercicios espirituales, los cuales recuerdan a las pruebas de unos santos que deben protegerse de todos los pecados del mundo material. Educan el cuerpo y el alma, se muestran sobrios, quieren ser respetados, se ganan la vida como buenamente pueden. Pero también son piadosos. Conocen a Cara de Liebre, que será brutalmente asesinada por los supuestos salvadores. A ella la toman como una hermana y, en su inocencia, la protegerán de los abusos del cura del pueblo. Todo está relacionado, un texto nos lleva a otro, y así Cara de Liebre les conduce al cura y su biblioteca, de donde obtendrán una educación que no por ser austera es menos intrépida, teniendo en cuenta que en la guerra los libros son siempre cosas que arden bien y a montones.

La historia es brutal, pero contada con una sencillez y dureza que reduce el lenguaje a un receptor descriptivo en el que cualquier atisbo de lirismo no tiene lugar alguno. Se describe lo que pasa. Se muestra, pero nunca se entretiene al lector con dulces palabras o frases hermosas. En esta desnudez del lenguaje, en este recoger detalladamente lo que puede ocurrir en tiempos en los que la guerra se adueña de la vida, se puede reconocer, sin embargo, tanto el cariño tosco de la abuela hacia ellos, el cual se viste en su boca en una necesidad apremiante de mano de obra, como los destellos de ternura de diversos personajes hacia la turbadora serenidad y dedicación de los niños a instruirse en la brutalidad de un mundo que, para bien o para mal, es el suyo.

La historia me ha recordado a un artículo que leí esta mañana acerca de los niños en Moria. Nos olvidamos a veces que la infancia es patrimonio dulcificado y tiernamente arropado en Occidente, mientras no es contemplado con la mínima piedad en los lugares donde se hacinan los seres humanos que el primer mundo no necesita. No conviene dedicarse a suplantar la voz de los niños, sus palabras, por los artículos de navidad que les entretendrán al calor del televisor. En el libro de Agota Kristof los niños son fuente de cuidados hacia la abuela, la cual, pese a su testarudez, les protege y les alimenta. Ellos son fuente de, quizás, algo mejor. En cualquier caso, esos niños sin nombre no son a los que legar un futuro, sino que además serán los que nos pueden construir un mundo cuando nosotros ya no tengamos fuerzas.